Maestros Muralistas | Diego Rivera en los Estados Unidos

 

De Nueva York a Detroit
Diego Rivera en los Estados Unidos


La tormenta que desató la expulsión del artista fue tan poderosa e inesperada,

que los Rockefeller se vieron obligados a asegurar públicamente

que el fresco incompleto de Rivera no sería destruido ni mutilado,

pero sería cubierto y permanecería velado por tiempo indefinido.


Desde su estancia en Chapingo, Diego Rivera no perdía oportunidad de mostrar sus obras a propios y extraños. La prensa extranjera —procedente de los Estados Unidos, principalmente—, asistía a los patios de la universidad agraria y también los periodistas reseñaban sobre la obra ejecutada en los patios de la Secretaría de Educación Pública y la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso. No se debe pasar por alto que fue así como Pablo O’Higgins conoció la obra del artista.

Diego Rivera en Rockefeller Center en 1933.
Foto: ©José Rafael Bejarano. 

En el Palacio Nacional, no solo asume, sino acepta convertirse en el artista que comulga con el estado: pese a rebeldías y renuencias que podría tener, el lenguaje plástico que desarrolló para el epicentro del poder en México, era concordante con la idea de nación que el régimen post revolucionario pretendía: un proyecto de integración nacional, con una visión encaminada al progreso, sustentada en una fuerte raíz indígena, cuya cultura sustentaba la idea de mexicanidad, a la que Diego Rivera dio forma y encumbró en el proyecto más ambicioso de su trayectoria como muralista. 

Los murales de Palacio Nacional formaban parte del proyecto de renovación arquitectónico que se le había asignado al edificio, pues su remozamiento y aderezamiento pictórico acentuaban el sentido de grandiosidad que el estado naciente quería dar a la nación que emergía vigorosa de sus cenizas, con un futuro promisorio.

El proyecto de Palacio Nacional abarcó temporalidades marcadas por las intermitencias del artista que lo ausentaban de su trabajo. El intersticio de 1931- 1933, Diego Rivera se trasladó a los Estados Unidos, como parte de las estrategias que la diplomacia cultural de un país como México afianzaba en sus relaciones con el país del norte. Para el artista, su participación le otorgaba la posibilidad de establecer vínculos y amarrar proyectos en ciudades norteamericanas, situación que favorecía su carrera como destacado pintor mexicano en el exterior.  

Mientras tanto, en plena debacle económica provocada en la bolsa de valores de Nueva York, aquel jueves negro del 24 de octubre de 1929, apenas unos días después, el 7 de noviembre, el Metropolitan Museum of Art (MoMA) abría sus puertas para una exposición retrospectiva temporal de la obra de Diego, la segunda de aquel recinto.

Para esa muestra, Rivera propuso una trilogía de murales transportables, en los que reunió elementos que, a su parecer, sostenían la estructura económica de la historia norteamericana: las máquinas y los obreros que hacen un binomio de colaboración de la nación anglosajona poderosa e imparable. La síntesis de ese progreso es una radiografía que muestra las entrañas de la ciudad cosmopolita para lucir portentosa, iluminada y comunicada: tuberías y cableados, interconectados por los obreros.

En el segundo panel, Diego Rivera representó a obreros que perforan las entrañas de la tierra con taladros eléctricos, mientras que en el tercero, a manera de un corte transversal, se muestran las bóvedas del capital de los empresarios americanos: los obreros duermen apilados mientras un vigilante vela su sueño y a manera de una corona, la poderosa Nueva York aparece como capital del mundo. 

Mientras realizaba murales en el Instituto de Artes de Detroit, ciudad industrial por excelencia, sin reparo Diego Rivera rinde culto a la máquina, pues si algo le provocó gran entusiasmo de la cultura norteamericana fue lo industrioso de la potencia, a diferencia de la visión de José Clemente Orozco en el mismo tópico, quien la ponía como antagonista e incluso destructora de la sociedad.

Lo que hizo Diego fue plasmar el desarrollo industrial, que por consecuencia tendría que ir de la mano con un desarrollo y progreso social humano, situación que lo llevó a refrendar sus ideas sociales: lo que vio en la Unión Soviética no le agradó, pero era un convencido de que el obrero y el bienestar eran un binomio inseparable, lo cual le valió terribles confrontaciones, como cuando en el Rockefeller Center presentó una propuesta para realizar una obra en vestíbulo del Radio City: en él ejecutó un mural donde un obrero comunista y Lenin se confrontan ante un grupo de burgueses que departen y beben. Pese a todas las advertencias y todos los canales que la civilidad otorga, éstos no fueron suficientes para que en 1934 el mural fuese destruido por completo. 

La experiencia en los Estados Unidos puso en una encrucijada de nuevo a Diego Rivera: por un lado, afianzó su posición como uno de los más destacados muralistas y artista de su contexto; pero el afán revestido de ideología política —que en realidad ocultaba la intención de hacer trastabillar los cimientos del capitalismo con sus pinceles—, fue una acción premeditada que le dejaría mal sabor de boca después de ese episodio, aunque ya después, en el Palacio de Bellas Artes, pudiese replicar aquel proyecto.

Diego Rivera, Detroit Industry, North Wall, 1932-1933. © Detroit Institute of Arts.

Jonatan Chávez

Historiador y Coordinador de Voluntariado y Servicios al Público del Colegio de San Ildefonso.


 Bibliografía:

  •  Chapa, Arturo. Epopeya del pueblo mexicano: Los murales de Palacio Nacional. México,             Ediciones Chapa, 2010.
  •  Lozano, Luis Martín y Juan Rafael Coronel Rivera. Diego Rivera. Obra mural completa.             Colonia (Alemania), Taschen, 2010.
  •  Matute, Álvaro. La revolución mexicana: actores, escenarios y acciones. Vida Cultural y               política 1901-1929. México, Editorial Océano, 2002.
  •  Pablo O’Higgins, voz de lucha y de arte. México, Antiguo Colegio de San Ildefonso, 2005.
  •  Souter, Gerry. Diego Rivera, Su arte y sus pasiones. Shenzhen, Numen, 2010.


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