Maestros Muralistas | Entre la convicción y la paradoja

 

Diego Rivera: Entre la convicción y la paradoja
Los años 1929- 1935



Las paredes del Palacio de Cortés necesitaron una reparación antes de que Diego

pudiera comenzar con los frescos; eso costó ocho mil pesos durante el proyecto, haciendo
uso de un balance de quince mil pesos para siete meses, se las tuvieron que arreglar
para que vivieran Frida y él, pagar a los asistentes y comprar los materiales.
Sus abundantes bolsillos estaban vacíos cuando América llamo a su puerta.

Gerry Souter


Diego Rivera preside los funerales de Julio Mella. © Mediateca INAH
                                                                                                                 

Una recurrencia en el estudio de la historia es aquella frase que dice que los hombres se parecen más a su tiempo, que a sus padres. Diego Rivera es, sin duda, el ejemplo que materializa el enunciado casi literalmente. Hoy es posible entenderlo; justificarlo o no, será reflexión final de quien lea este texto. Sin embargo, en el tiempo de Diego Rivera, comulgar una ideología y no cumplir a cabalidad con los postulados de ésta, era visto como el grado mayor de alta traición. 

De 1929 a 1935 Diego Rivera el pintor más comunista realizó proyectos que lo llevaron de la Ciudad de México a Cuernavaca, de ahí a San Francisco, de Nueva York a Detroit y de vuelta a la capital mexicana. Parecía que nada que lo detenía, dicho de otra manera, la movilidad de Diego era tanta como la del mundo que cambiaba constantemente y que le permitía posicionarse en las élites del poder como el artista mexicano más reconocido de su tiempo.

Personaje controversial y objeto de todo tipo de cuestionamientos, los cuales habían llegado al extremo en aquel año de 1929, cuando los miembros del Partido Comunista Mexicano (PCM) veían en Diego Rivera a un personaje contradictorio, pues su ideología y convicciones comunistas distaban mucho de ir acorde a los postulados del partido… sus integrantes lo cuestionaban cuando colaboraba con el gobierno de Plutarco Elías Calles y a la vez vendía su obra a burgueses adinerados ávidos de su trabajo. 

La experiencia en la Unión Soviética y el retorno para concluir lo comenzado en Chapingo y más tarde los muros del Palacio Nacional, pueden entenderse como una decisión del artista a colaborar con el estado, en su camino de construir un programa identitario, en el que el muralismo jugaba un papel fundamental.

Hoy, la decisión de Diego Rivera puede parecer clara y comprensible; sin embargo, en aquella encrucijada de décadas y el quinquenio de 1930-35, el mundo estaba inmerso en un caldo de cultivo de ideologías y posturas políticas en las que el comunismo daba sentido de predestinación dialéctica a los individuos, ideas que sometieron al artista a una crítica acérrima, pues su postura era tachada de incongruente y falta de compromiso. 

En marzo de 1929, Rivera fue expulsado del Partido Comunista Mexicano y no volvería a pertenecer a éste, sino hasta 1955 —dos años antes de su muerte—, aunque mantuvo siempre su compromiso y aportación económica a pesar del rechazo y las intentonas de reingresar. Los ideólogos del partido veían a Diego como un colaborador del gobierno; en las asambleas, enfurecidos empuñaban sus manos y lo maldecían por aceptar dinero, por haber sido visto con funcionarios gubernamentales y en eventos de socialité ¡Se había vendido al capitalismo! 

En 1929, una camarilla de generales orquestaba un golpe de estado que pretendía derrocar el régimen del Maximato; las posturas se polarizaron al interior del PCM que terminaron con la consiguiente escisión del partido. La intentona golpista, al ser descubierta por el gobierno, reaccionó brutalmente y aniquiló a todos los presuntos implicados. Los generales acabaron en el paredón de fusilamiento y los acérrimos opositores en las Islas Marías. El periódico El Machete fue cerrado y sus imprentas destruidas. Sin embargo, antes de salir por la puerta de atrás para salvar la vida, los dirigentes se tomaron el tiempo para expulsar a Diego del partido.

Libre de todo vínculo comunista aparente, Diego asumió el proyecto de los murales de Palacio Nacional; le llamaban hipócrita prófugo del comunismo, ¡el pintor del pueblo se había convertido en pintor de palacios! En otro sentido, la diplomacia mexicana hizo de la cultura una herramienta de gestión, una llave que abría puertas y Diego Rivera participó de ésta. Dwight Morrow, embajador de los Estados Unidos, en un gesto de colaboración entre gobiernos, aportó los recursos para la ejecución de los murales en el Palacio de Cortés en Cuernavaca. Esta participación de Rivera más tarde le dio entrada a los EEUU, o al menos esa fue la lectura que la opinión publica daba para entender la presencia del pintor guanajuatense en el país del norte.  

En esto, no todo el mérito fue de la diplomacia cultural y el gobierno. Diego Rivera fue su propio gestor, su mejor promotor y la actividad para permanentemente difundir su trabajo la desempeñó desde siempre. Un hecho plausible fue que en 1927, antes de partir a la Unión Soviética, el pintor había sido invitado a realizar una decoración al fresco en la Escuela de Bellas Artes de California; este contacto tenía su origen muchos años antes (en 1907), cuando había entablado amistad con Ralph Stackpole en Europa, quien lo visitó en México en 1926 cuando Diego estaba pintando murales en la capilla de Chapingo y la Secretaría de Educación Pública.

Después de este reencuentro, Stackpole regresó a los EEUU y convenció al presidente de la Asociación del Arte de San Francisco, William Gerstle, para que el artista mexicano ejecutara una pintura al fresco, compromiso que quedó establecido en 1926, pero Diego pospuso el encargo en diversas ocasiones. Los múltiples compromisos con los otros proyectos murales y la dedicación moral e ideológica con el PCM eran las razones. Fue hasta finales de 1930 cuando Diego Rivera, en compañía de Frida Kahlo, llegó en tren a San Francisco para ejecutar el mural.

En el lenguaje plástico de Diego Rivera, hacer murales se había convertido no solo en una técnica dominada y perfeccionada: era ya su medio expresivo, donde todas sus reflexiones en torno a la historia, la política e ideología (de manera muy particular y sin duda con un estilo propio), generaban coloquios compositivos de escenas y narrativas en las que más de una ocasión eventos, personajes y posiciones disímbolas o antagónicas estaban convocadas. 

En esta afanosa idea del pensamiento humano, de contravenir lo establecido y en una anhelante búsqueda de evolución, Diego Rivera era tan terrenal como cualquiera: como artista idealizó y configuró composiciones en las que su visión del hombre y el mundo eran acordes a sus postulados, mundos utópicos e imaginarios que se supondría tendrían que ser posibles y aspiracionales para toda la humanidad, pero en más de una ocasión se tropezó por mantener su idea. El evento de Nueva York lo dejó marcado cuando en 1934 recibió la notificación de que su obra había sido destruida. Entonces, el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México fue el bálsamo para sanar la herida, al replicar la encrucijada que ponía al hombre en el centro de sus propias disyuntivas.

Jonatan Chávez

Historiador y Coordinador de Voluntariado y Servicios al Público del Colegio de San Ildefonso.


Bibliografía: 

  • Chapa, Arturo. Epopeya del pueblo mexicano: Los murales de Palacio Nacional. México, Ediciones Chapa, 2010.
  • Lozano, Luis Martín y Juan Rafael Coronel Rivera. Diego Rivera. Obra mural completa. Colonia (Alemania), Taschen, 2010.
  • Matute, Álvaro. La revolución mexicana: actores, escenarios y acciones. Vida Cultural y política      1901-1929. México, Editorial Océano, 2002.
  • Pablo O’Higgins, voz de lucha y de arte. México, Antiguo Colegio de San Ildefonso, 2005.
  •   Souter, Gerry. Diego Rivera, Su arte y sus pasiones. Shenzhen, Numen, 2010.

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