San Ildefonso en el Tiempo | La educación en los colegios jesuitas

Corrillos y academias: La educación en los colegios jesuitas

Con la llegada de los jesuitas a la Nueva España no solo se continuó el proceso de evangelización hacia los lejanos territorios del norte, a través del Camino Real de Tierra Adentro, que conducía a las minas de Zacatecas, sino que también se favoreció la expansión regional y se colaboró en la alfabetización de los habitantes, quienes veían en los centros educativos jesuitas una alternativa de enseñanza fuera de España.

Si bien el método implantado en los colegios jesuitas se homologó en 1599 al interior de cada uno, la estructura organizacional era adaptada a sus necesidades y funciones. Al respecto, no se debe olvidar que hubo dos tipos de colegios: los mayores, destinados a estudiantes con grados académicos de bachiller en diversas disciplinas, y los menores, como el Colegio de San Ildefonso, dedicados a estudiantes sin grado que posteriormente lo buscarían en la Universidad Pontificia. 

Gerard Décorme refiere que, para 1599, el Colegio-residencia de San Ildefonso contaba con cien estudiantes, un número que se incrementó a más de ciento veinte, pero que más tarde se redujo debido a la epidemia de tifoidea y a la hambruna de 1629. Todo ello nos habla del rápido prestigio que adquirió la educación jesuita entre los criollos de la sociedad novohispana.

Si una familia deseaba que alguno de sus hijos ingresará al Colegio de San Ildefonso tenía que presentar su acta de bautismo y demostrar su legitimidad y limpieza, es decir, que eran cristianos viejos, término acuñado para confirmar que en sus antecedentes no había ascendencia morisca o judía. Se trataba de una sociedad llena de prejuicios que impedía el ingreso de negros o mulatos y, aunque no refiere nada tocante a los indios o mestizos, el Colegio de San Gregorio estaba consagrado a estos sectores de la población.

Los alonsiacos, como fueron conocidos los jesuitas en la Nueva España debido al generoso apoyo de Alonso de Villaseca, también eran llamados seminaristas; sin embargo, había distintos estratos. A los doce beneficiados con las becas reales que se entregaban cada año, se les denominaba los reales, debido a que portaban un manto azul para distinguirse de los convictores, y a que su beca era otorgada por el virrey. Aun así, al graduarse mantenían de por vida una estrecha relación con su confesor o mentor, quien se encargaba de todos sus rituales religiosos: el matrimonio, los bautizos de sus hijos y, dado el caso, la extremaunción. En cualquier caso, ambos estaban obligados a usar la turca negra o talar, como también se le conoce, y el cabello corto.

Las academias (lecciones al interior del colegio) se impartían de acuerdo al calendario devocional jesuita; por ejemplo, las dirigidas a los filósofos comenzaban el día de San Pedro y San Pablo, es decir, el 29 y 30 de junio. Así, el resto de las actividades educativas estaban sujetas a la liturgia anual. Los corrillos eran lecciones impartidas en los corredores a grupos pequeños de no más de cuatro estudiantes, destinadas a memorizar códigos, leyes e incluso a la práctica de los ejercicios espirituales, creados por el fundador de la orden.

Para acudir a la Universidad Pontificia, todos los estudiantes eran reunidos y formados en los patios; el sotoministro daba la salida y marchaban de dos en dos sin perder el orden. Los reales y los ejemplares que presidían la fila no podían dispersarse o distraerse; tenían prohibido hablar con mujeres, aunque pertenecieran a su familia, así como chupar (como le llamaban en esa época al acto de fumar) o jugar con la pelota, la rayuela, lotería o cualquier otro juego de azar.

Dado que la estructura organizacional de la compañía emula la de un ejército, las figuras de mayor rango eran el rector y el vicerrector. Les seguían los profesores, que eran sacerdotes y, por tanto, coadjutores que formaban un consejo en la toma de decisiones. Por su cuenta, los sotoministros se encargaban de la administración interna, del orden y de la limpieza de las habitaciones, del refectorio y de la cocina, así como de la llegada y salida de insumos, porteros, campaneros y despertadores. Estaban también los faroleros, responsables de prender y apagar las farolas, y los cuidadores de mozos o cuidadores de secretos, una especie de investigadores que indagaban sobre lo que no se permitía en San Ildefonso.

La cotidianidad estudiantil y las procesiones de camino a la Universidad constituyeron un espectáculo que reflejaba las aspiraciones de reunir lo terrenal con lo divino, en una sociedad que por predestinación divina se concebía así misma como especial.

Jonatan Chávez

Historiador y Coordinador de Voluntariado y Servicios al Público del Colegio de San Ildefonso.



Bibliografía:
  •  Bethell, Leslie. Historia de América Latina . América Latina Colonial: Europa y América en los siglos XVI, XVII y XVIII. Barcelona, Crítica, 1998.
  • Chevalier, Jean. Historia de los latifundios en México. México. F.C.E. 1997.
  • Decorme, Gerard. La Obra de los Jesuitas mexicanos durante la época colonial. 1572- 1767. Tomo I Fundaciones, México, Porrúa, 1941.
  • Gonzalbo, Aizpuru, Pilar. La Educación popular de los jesuitas. México, UIA, 1989.
  • ________________. Educación, familia y vida cotidiana en el México Virreinal. México, COLMEX, 2013.
  • Vargaslugo, Elisa. El Real y Más Antiguo Colegio de San Ildefonso, en Antiguo Colegio de San Ildefonso. México, NAFIN, 1997.

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